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lunes, 28 de noviembre de 2011

3 - Laura

Laura estaba al otro lado de la puerta. Pulsaba el timbre con insistencia y miraba a un punto indefinido por debajo de la mirilla.

Su aspecto era exactamente el mismo que tenía al salir a trabajar esa mañana. Estaba guapísima con su traje chaqueta tan elegante y discreto. Quería con toda mi alma abrir la puerta y abrazarla, besarla, decirle que la quería, que no sabía que coño estaba pasando pero que saldríamos juntos de esta. Pero vi que no llevaba las gafas. No toleraba lentillas y apenas veía sin las gafas. El corazón se me encogió. Grité su nombre, pero no contestaba, parecía que no me escuchaba. 

Se me ocurrió llamarla al móvil.
El timbre sonaba
Se me cayó el móvil
El timbre no paraba de sonar
Lo recogí. Al intentar marcar se me volvió a caer
El timbre me estaba poniendo histérico
Sin querer le di una patada al móvil y rodó por debajo del armario.
Por dios, que pare el puto timbre
Desde el suelo llamé, apuntando a la puerta como si fuera un mando a distancia.
EL TIMBRE DEJÓ DE SONAR

Me levanté despacio y miré por la mirilla.
Ella estaba en el rellano, con el móvil sonando en la mano y lo miraba como si nunca hubiera visto ninguno. Se dio la vuelta, lo tiró contra el suelo y lo pisó como loca hasta que dejó de sonar.  Estaba aturdido, quería ver su cara al verme, quería ver si reaccionaba de alguna manera.
Abrí un poco con la cadena del pestillo puesta. Durante un eterno momento me miró. Después gritó salvajemente y se lanzó contra la puerta. Me dio tiempo a cerrarla. El ruido sordo del choque me dolió hasta a mi. Daba patadas, la golpeaba con los puños, con la cabeza y con todo lo que tenía. Cuando paraba volvía a pulsar el timbre. Y después volvía a golpear la puerta. Y volvía a pulsar el timbre. Y volvía a golpear la puerta.

Me fui a la habitación del fondo cerrando todas las puertas detrás de mi y me tumbé en la cama cubriéndome con el edredón. Empecé a llorar desesperadamente, acurrucado como un niño pequeño y tapándome las orejas con las manos. No sé cuanto tiempo pasó hasta que se dejaron de escuchar golpes. Fui hasta la puerta y vi que estaba sentada delante del ascensor, en una postura imposible, con la cabeza y las manos ensangrentadas, como un juguete roto. Quise abrir la puerta, besarla, prepararle un baño y después peinarla, como hacía todos los viernes.

Pero me volví a la habitación. 
Y no se volvieron a escuchar más golpes. 
Y no volví a ver a Laura nunca más.

Pero esto solo fue el principio de todo lo que sucedió después.

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